Reflexi髇 para el inicio de a駉

El nuevo año acapara nuestra atención y la de todos. Como comunidad cristiana, el primer día de enero celebramos la Solemnidad de la Madre de Dios y, por voluntad de Pablo VI, el Día de Oración por la Paz.

Al empezar el año nos deseamos toda clase de bendición y felicidad, brindamos con los mejores vinos y nos abrimos alegres a la esperanza. La costumbre nos dura un día y enseguida nos olvidamos de todo.

Al empezar el año, los creyentes en Cristo, nos deseamos las bendiciones de Dios, Él nos bendice con la paz y, su nombre es Jesús; pedimos su protección y Él nos asegura su presencia por medio de Jesús; brindamos con el mejor de los vinos, que es el mismo Jesús.

Jesús es nuestra salvación, nuestro sol, la fiesta que no termina. Los años pasan y nos llenamos de nostalgia, pero Jesús permanece. Jesús nos redime de la angustia de la temporalidad. Nadie quiere envejecer y nos rebelamos contra la inexorabilidad del tiempo. Pero Jesús nos regala minutos cargados de plenitud, días que equivalen a mil años, años que no se acaban, que llevan dentro semillas de eternidad. Él, que ha venido a liberarnos de todas las esclavitudes y hacernos libres, nos libera también de la caducidad y nos hace señores del tiempo.

Vivimos tiempos inciertos. La pandemia ocasionada por el Covid-19 transformó la vida de millones de personas de una manera inimaginable. Los cambios se han dado tan rápido que tomaron por sorpresa a la mayoría. Tratamos de adaptarnos a esta nueva realidad con la esperanza de que acabe pronto, pero no es posible predecir cuánto durará y qué consecuencias tendrá para todos.

En estos días de crisis y de confinamiento he meditado en diferentes principios, desde mi perspectiva de creyente, humildemente, los comparto con ustedes:

1. La vida es corta y los seres humanos somos frágiles.

Las crisis nos recuerdan que somos frágiles y susceptibles a enfermarnos e incluso morir repentinamente. Muchos planificamos el futuro, pensando tener el control de nuestras vidas, pero bastó un pequeño virus, para alterar por completo nuestras rutinas y destruir nuestros planes. El autor sagrado describió con maestría esta realidad, Job 14,5: Los días del hombre ya están determinados; tú has decretado los meses de su vida; le has puesto límites que no puede rebasar.”

2. Todos somos iguales y formamos una sola comunidad.

Las enfermedades y crisis no hacen diferencia entre personas y afectan a todos por igual. Los humanos marcamos diferencias económicas, sociales o culturales; el Covid nos recordó que todos podemos enfermarnos, que nos necesitamos unos a otros y estamos interconectados. No importa en qué país vivamos, qué edad tengamos, qué fe profesemos o a qué nos dediquemos, todos somos importantes y necesarios. Sólo se puede detener la propagación del virus con la colaboración fraterna de todos. El grito de Jesús hoy urge: “Que todos sean uno” (Juan 17,21)

3. Cada vida es importante.

Todos somos creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,27) La imagen de Dios es el fundamento para el valor y dignidad de todos. Dios es el dador de la vida, por lo que, desde la concepción hasta la tumba debemos proteger y valorar la vida de todos. La vida humana no tiene precio y no importan las consecuencias económicas que una catástrofe como la que enfrentamos traiga, debemos luchar por cuidar las vidas de todos. Cualquier llamado a “sacrificar” a unos por el bien de otros es deleznable y contrario a la dignidad dada por Dios a todo humano.

4. Dios está cerca y es nuestro refugio en medio de tormentas y crisis.

Éxodo 3,7-9: “He visto la opresión que sufre mi pueblo… Los he escuchado quejarse… y conozco bien sus penurias. Así que he descendido para librarlos…, para llevarlos a una tierra buena y espaciosa, tierra donde abundan la leche y la miel… Han llegado a mis oídos los gritos desesperados…”

No importa si los problemas son pequeños o grandes o si las consecuencias parecen imposibles de soportar; Dios es la única fuente de seguridad, nos cuida y confiamos en Él (Salmo 121), lo dice la Escritura y muchos lo experimentamos en nuestra vida. Los cristianos sufrimos como todos, pero lo hacemos con la paz que Dios nos da, pues el Padre está al pendiente de nosotros. “Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de poder, amor y dominio propio” (2 Tim 1,7) “que nos permite enfrentar las circunstancias confiados y en completa paz” (Is 26,3)

5. El amor al prójimo es la prueba fundamental de nuestra fe.

Jesús dice en Juan 13,13: “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se aman los unos con los otros”. En tiempos de crisis, nuestro amor por los demás, es la luz en un mundo oscurecido. Este amor es concreto, su ejemplo supremo es el amor de Jesús al morir por nosotros en la cruz (Juan 13,34) Un signo sencillo, pero fundamental hoy, es mantener nuestra “sana distancia” de los demás, no necesariamente para cuidarnos a nosotros mismos sino para cuidar a los demás. Nuestra perspectiva y misión debe ser el bien común y el bienestar de los demás.

La crisis mundial por el Covid-19 evidencia la enorme desigualdad social y económica, se palpa con más claridad en los países en vías de desarrollo. Una vez más son los pobres los que tendrán el mayor impacto de esta pandemia mundial y todos tenemos la responsabilidad de ayudar a los más necesitados y luchar por reconstruir un mundo en donde haya más justicia y equidad. Pues: “lo que hagas con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo haces” (Mateo 25,40)

6. La paz completa y la redención final están por venir.

Los cristianos vivimos con la esperanza de un mundo mejor para todos. Esto no quiere decir que ahora no nos preocupemos por ello; hoy hacemos lo mejor que podemos; pero esperamos la venida de Jesús para disfrutar de la plenitud de la vida que Dios quiere para todos. Las tres virtudes cristianas son la fe, el amor y la esperanza. Nuestra fe en Cristo nos sostiene, nuestro amor por Dios y por los demás nos define y nuestra esperanza nos alienta a seguir adelante en medio de la dificultad. En las circunstancias que vivimos, unimos al clamor del apóstol Juan al recibir la promesa de Jesús: “El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap 22,20)

7. Hay que estar preparados integralmente, sin menospreciar las consecuencias de la pandemia sobre la vida de la gente.

El apóstol Pablo, pide un cuidado integral en 1 Tesalonicenses 5,23: Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo, y conserve todo su ser -espíritu, alma y cuerpo- irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo”, esto, en razón de nuestra fragilidad. Las dimensiones espiritual y sicológica están bastante descuidadas como para enfrentar las consecuencias de una crisis. 

Nunca se está preparado para una pandemia, pero hay que actuar; aunque sea dando palos de ciego, los seres humanos no se han resignado nunca al curso de la pandemia, sino que las han combatido con las herramientas y conocimientos que han tenido a su alcance, por cortas y equivocados que fueran.

Sus efectos son terribles: muertos y enfermos, graves consecuencias económicas, en el sistema sanitario, en la educación, en la política, en los derechos fundamentales, etc. Hay que asumir esos costes sociales y económicos; pero, tener en cuenta que no se pueden evitar del todo. Debe primar el principio de eficacia: controlar la pandemia, sobre el de eficiencia: hacerlo al menor coste posible. Recordar que estos costes hoy son menores, de lo que eran en el pasado, lo que hoy es desempleo y pobreza, antaño eran brutalmente hambre y miseria.

8. Enriquecer un nuevo acuerdo fundacional.

Nuestra sociedad no puede seguir como estaba, “creíamos estar sanos en un mundo enfermo” (Papa Francisco); forjamos nuestra organización en indicadores, metas, planes y programas que priorizan los resultados y, muchas veces, deshumanizan a sus miembros. Se ha puesto el énfasis en pocas capacidades. En la base del éxito económico, industrial y tecnológico hay una pobre idea de lo humano. No se niega los beneficios que ese progreso nos ha dado. Se trata de ver que somos más que eso.

El problema no somos nosotros, sino nuestros hábitos. El nuevo contrato debe ser sensible a nuestra espiritualidad y a nuestra necesidad de trascendencia. No todo puede ni debe seguir agotándose en los afanes económicos. Necesitamos un contrato social que no sólo garantice nuestra vida, sino la de quienes vendrán luego. Sería necio, después de todo esto, creer que como veníamos, veníamos bien. Este nuevo convenio no nos evitará la muerte ni el sufrimiento, pero con toda probabilidad nos ayudará a construir sociedades en las que morir y sufrir no sean sinónimos del espantoso espectáculo que contemplamos.

9. Valorar el capital natural, pues no “comemos” dinero.

El capital natural: agua, suelo, tierra usable, alimentos, aire y la energía de los que dependemos para mantener la vida. El valor monetario de estos servicios naturales es mayor que el producto bruto interno mundial. Lamentablemente, no damos un valor al capital natural en los balances contables ni en los mercados. Sin poner un precio al capital natural, no hay un incentivo para conservarlo o mejorarlo. Las consecuencias están bien documentadas: deforestación, emisiones de carbono, daño a los medios de vida locales, pérdida de biodiversidad, polución, sistemas alimentarios que son incentivados por el mal uso del suelo. El mundo necesita nuevos enfoques para la producción de alimentos y la gestión del paisaje que generen resiliencia y equilibrio.

10. La vida sigue…

En medio de la pandemia, se sigue litigando, conspirando, casando, comprando y vendiendo, evadiendo impuestos y trabajando. Es una hermosa enseñanza: en medio de la plaga, es posible y hasta necesario amar, reír, leer la prensa, vivir, perdonar y hasta trabajar. No hay que consentir, de ninguna manera, que la enfermedad venza a la vida.

La vida no acaba, ésta sigue. Recordemos que, si el Creador nos quita de la vida a alguien que jamás soñábamos que íbamos a perder… Él también puede traernos a la vida a alguien que jamás hubiésemos soñado que iba a formar parte de ella. La vida no acaba… La vida sigue y las oportunidades de amar siguen latentes. Dios manda siempre alguien para consolar nuestro dolor y para alegrar nuestros días. Alguien llega de sorpresa, cambia nuestra existencia, da calor a nuestro triste corazón y esperanza a la ilusión. Dios es así, cuando Él nos pide algo, es porque algo nuevo nos va a dar…

“¡El Señor te bendiga y te guarde! ¡ilumine su rostro sobre ti! ¡Que te sea propicio! ¡Que el Señor te muestre su rostro! ¡Y te conceda la paz!” (Números 6,24-27)

Estas palabras, con imágenes muy humanas, nos hablan del amor de Dios por María: el rostro de Jesús y el rostro de María, vueltos el uno hacia el otro, como toda madre con su pequeño. Además, tienen un sentido místico: Dios se regocija con ese nacimiento. María es la "preferida" de Dios. No es fácil imaginarnos el diálogo de esos dos corazones, de Dios y de María inclinados sobre su hijo. Entre Dios y María hay un incesante diálogo de amor a través de Jesús.

Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer. Dios preparó la encarnación, ésta se produjo cuando la humanidad llegó a un grado de madurez. Esa preparación, en cierto momento se concentró en ella. La Virgen María es la cumbre de toda la ascensión humana, la obra maestra de Dios. Su corazón es la joya preciosa de la humanidad. Después de larga espera, al llegar la plenitud de los tiempos... todo está preparado en el corazón de esa mujer.

El misterio de Navidad es no sólo el misterio de un hijo, es el misterio de una multitud de hijos: todos podemos llegar a ser hijos, en el Hijo. De modo que ya no eres esclavo, sino Hijo... y si hijo también heredero... por la gracia de Dios. Por la gracia de Navidad, la humanidad entra en una nueva relación con Dios; serán relaciones de Padre a hijo o podría decirse de una madre a su hijo.

¡Entre Dios y la humanidad hay un lazo de amor inverosímil! A Dios no podemos comprenderlo, ni podemos tampoco entender nada de lo que hace. Danos, Señor, un corazón de niño, un corazón filial.

La bendición de Dios del libro de los Números en el nuevo año, viene como anillo al dedo. En la Biblia el hombre era consciente de que, por sí mismo, no podía alcanzar la felicidad anhelada. La bendición era una forma de reconocer que este anhelo sólo se podía obtener con la intervención de Dios, autor de la felicidad plena. Por eso, para obtenerla, era necesario llevar una vida en unión con Él, es el sentido de las expresiones: "ilumine su rostro sobre ti", "se fije en ti"...

Los bienes otorgados por esta comunión son principalmente la paz, pero, poco a poco, el hombre se da cuenta de que la felicidad completa es la misma presencia de Dios en todas las circunstancias de la vida. Cristo es la verdadera bendición de Dios, Él nos da la auténtica felicidad. Pido que sepamos reconocer al Señor, siempre presente en todos los momentos de este año que empezamos. Él es el mejor don del Padre para este año nuevo.

Con los mejores deseos de un feliz año nuevo para todos.

P. Marco Bayas O. CM

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